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"En toda mi vida no he tenido ni cinco minutos de paz"

Historias

"En toda mi vida no he tenido ni cinco minutos de paz"

Cuatro generaciones de una familia refugiada rohingya describen cómo la apatridia enturbió sus vidas y sus esperanzas de volver a Myanmar.
29 Junio 2018 Disponible también en:
Gul Zahar, de 90 años, en el albergue que comparte con su familia extendida en el asentamiento de refugiados de Kutupalong (Bangladesh).

Con la mirada lechosa por la edad, Gul Zahar, de 90 años, vuelve la vista atrás a una vida plagada de injusticias que han asediado a su familia.


En su hogar en Myanmar no tenía acceso a derechos y libertades fundamentales. Gul huyó por primera vez a Bangladesh en 1978, después otra vez en 1991 y de nuevo el pasado mes de agosto, cuando su aldea fue incendiada en un ataque letal.

Ahora es bisabuela y vive en este asentamiento de refugiados de Bangladesh, en un albergue con un único espacio que comparte con cuatro generaciones de su familia extendida. “Ha sido una vida de tristezas”, dice.

Gul y sus parientes forman parte de los cerca de 700.000 rohingyas que han huido desde Myanmar a Bangladesh desde agosto de 2017. La violencia que les empujó hasta aquí en los últimos meses se produce tras décadas de profunda represión y exclusión social en su propia patria, donde no tienen nacionalidad.

El hijo de Gul, Oli Ahmed, de 53 años, nos explica cómo la apatridia reprimió sus vidas cotidianas.

“No podíamos movernos con libertad... No podíamos visitar a nuestros vecinos..Era un sufrimiento intolerable”.

“No podíamos movernos con libertad... No podíamos visitar a nuestros vecinos. Era un sufrimiento intolerable”, cuenta Oli, que es agricultor y tuvo que huir a Bangladesh por primera vez en 1991. “Cultivábamos verduras, pero no podíamos ir al mercado a venderlas. Cuando lo hacíamos, obteníamos unos precios muy malos”.

Al menos 10 millones de personas de todo el mundo carecen de nacionalidad y, en consecuencia, se enfrentan a vidas llenas de impedimentos y desigualdades. Los rohingya son con mucho el mayor grupo de apátridas. Nacidos y criados en Myanmar durante múltiples generaciones, ese es el único hogar que conocen.

Oli Ahmed, refugiado rohingya de 53 años, posa para la cámara en el refugio que comparte con cuatro generaciones de su familia en el asentamiento de refugiados de Kutupalong (Bangladesh).

Oli dice que las restricciones impuestas sobre su comunidad incluían cortes de carreteras y un toque de queda entre las 18:00 y las 6:00, tiempo durante el cual la familia no podía ni siquiera encender una vela en sus casas.

Sin acceso al sistema bancario, vivían una existencia precaria. “Vivíamos a nivel puramente físico: una mera supervivencia. Lo que ganábamos en un día no era suficiente para sobrevivir”, nos cuenta.

Para la esposa de Oli, Ayesha Begum, de 40 años, la pobreza y las restricciones de movimiento supusieron que no pudo buscar atención sanitaria cuando estuvo embarazada de sus hijos.

“Tenía fiebre y dolores de cabeza, pero estaba tan asustada que no me atrevía a ir al hospital”, nos cuenta en el suelo del refugio de bambú de la familia, sentada junto a su yerno Mohammad Ayub, de 31 años.

Mohammad, que huyó por primera vez a Bangladesh en 1991 siendo un niño pequeño, recuerda el ansia por contribuir a la vida cívica en su hogar en Myanmar. “Ser apátrida significa que no podía formar parte de mi propio país”, dice. “No podía alistarme en el ejército ni recibir una educación. Si nos dieran la oportunidad, nos gustaría formar parte de nuestro país en todos los aspectos. Hacerlo me devolvería la dignidad”.

Sentado con Kismat Ara, su hija de tres años, en el regazo, trata de valorar la angustia que siente. “Un día tiene 24 horas. Pero yo no he tenido ni cinco minutos de paz”, nos cuenta. “Eso es lo peor de todo: que desde el principio de mi vida, no he tenido ni cinco minutos de paz”.

Junto a él está sentado en el suelo del refugio su cuñado, Mohammad Siddiq, de 25 años, que en su día soñaba con ser maestro. Pero sin derechos básicos, en casa no pudo ni siquiera matricularse como estudiante.

“No nos permitían asistir a las escuelas oficiales”, nos cuenta, y nos indica que a veces estudiaba en casa durante la temporada del monzón. “Pero para cuando llegaba el curso siguiente, ya se me había olvidado lo que había aprendido. Quiero conseguir trabajo como maestro para ayudar a los demás, pero ¿cómo puedo lograrlo? No sé leer ni escribir. Ya perdí la esperanza. Hasta de la esperanza he desistido”.

Cuando la aldea de la familia fue atacada en agosto, no pudieron recurrir a la justicia. Una vez más, su única opción fue huir.

Oli Ahmed (53 años), su madre Gul Zahar (90 años) y su hijo Mohammad Siddiq (25 años) posan ante la cámara en el refugio familiar en Bangladesh.

En noviembre de 2017 las autoridades de Bangladesh y Myanmar firmaron un acuerdo sobre repatriación voluntaria. En los últimos meses, el ACNUR ha firmado dos memorandos de entendimiento: uno con Bangladesh y otro con Myanmar, en los que se establece el marco para el retorno voluntario de conformidad con las normas internacionales. Pero el ACNUR cree que todavía no se dan las condiciones propicias para su retorno, ya que todavía no se han abordado las causas que los empujaron a huir y no se han producido avances significativos para enfrentar su exclusión ni su negación de derechos. Sin acceso a la nacionalidad, la mayoría de la familia de Gul no se plantea volver a casa.

“Tengo claro que no voy a volver”, dice Oli Ahmed. “Quiero que se escuche mi voz. Quiero que se restaure la paz y quiero la nacionalidad. La nacionalidad es la clave de todo: paz, seguridad y educación”.

“Quiero que se escuche mi voz. Quiero que se restaure la paz y quiero la nacionalidad”.

Mohammed Ayub está de acuerdo: “Lo primero que necesitamos es que se reconozca que somos rohingya y que formamos parte de Myanmar. Después, necesitamos tener pleno acceso a nuestros derechos y una plena restitución de lo que hemos perdido”, dice.

“No volveré si no obtengo la nacionalidad... ya hemos tenido bastante”, añade.

A sus 90 años, Gul tiene otra visión, pese a la gratitud que siente hacia Bangladesh por la seguridad que le ha aportado. “No quiero morir aquí. Quiero morir en mi tierra”.

Gracias al Voluntario En Línea Jaime Guitart Vilches por el apoyo ofrecido con la traducción del inglés de este texto