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Jóvenes rohingyas encabezan un proyecto para mejorar la salud mental

Historias

Jóvenes rohingyas encabezan un proyecto para mejorar la salud mental

Antes pedir ayuda era un tabú, pero ahora jóvenes voluntarios refugiados en Bangladesh muestran a sus compañeros cómo expresar sus tristezas y sus preocupaciones.
27 April 2019
Residentes observan los efectos de las inundaciones en Pemba tras el paso del ciclón Kenneth por Mozambique.

COX’S BAZAR, Bangladesh - Los campamentos tienen el tamaño y la complejidad de una verdadera ciudad: una ciudad de refugiados.

Una ciudad con 720.000 habitantes que presentan problemas y desafíos muy peculiares.

Filippo Grandi, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, contempló cómo un círculo formado por 18 niños y niñas de entre 12 y 17 años repasaba una coreografiada estructura de preguntas y respuestas intercaladas con bailes y ejercicios.

Se trata de refugiados rohingyas, la mayoría de los cuales se vieron obligados a huir con sus familias de la terrible violencia y de las atrocidades que se cometieron contra su comunidad en Myanmar.

Niños y niñas encabezan un innovador proyecto sobre salud mental diseñado para ayudarlos a hablar sobre sus tristezas y preocupaciones en este inmenso campamento. Comenzó con solo dos grupos y ahora hay 40.

Una innovación fundamental es que los moderadores son los propios niños y niñas: Myshara, una niña de 13 años, y Abdul Sukker, un niño de 16. Guían a los demás participantes con gran energía a lo largo de los puntos clave: la enfermedad mental no es una elección, pero la recuperación sí lo es; pedir ayuda no es motivo de vergüenza; y otros cuatro puntos a los que se añaden historias y ejemplos.

“Aquí los hombres y los niños están acostumbrados a esconder sus sentimientos. Pedir ayuda se consideraba una especie de debilidad”.

“Aquí los hombres y los niños están acostumbrados a esconder sus sentimientos”, contó Abdul en una entrevista. “Pedir ayuda se consideraba una especie de debilidad. Pero ahora ya no lo dudamos”.

La idea es no afligirse por los horrores y los traumas del pasado, sino aceptar las frustraciones y las tristezas cotidianas. Aun así, no es posible evitar el pasado. Hace nueve meses que murió el padre de Abdul. Nos cuenta que gracias a estos debates ahora puede hablar de su sensación de pérdida.

“Por las noches puedo sentir su presencia. En mi subconsciente, siento que mi padre está conmigo. Se acerca y quiere despertarme para asegurarse de que voy a la escuela”.

Abdul Sukker, un refugiado rohingya de 16 años procedente de Myanmar, posa para un retrato en el centro comunitario del campamento de Kutupalong (Bangladesh). "Aquí los hombres y los niños están acostumbrados a esconder sus sentimientos", cuenta Abdul, que ayuda a niños y niñas a aprender a hablar sobre sus propios miedos y tristezas.

Ambos han desarrollado dotes de liderazgo. Myshara habló sobre su nueva autoestima.

“Me produce enorme felicidad poder ayudar a los demás”, nos dijo. “Era algo nuevo para nosotros y teníamos algo de miedo, pero ahora estamos felices y extendemos las mismas enseñanzas en el campamento. Todo esto nos ayuda a superar nuestras propias experiencias oscuras”.

“Todo esto nos ayuda a superar nuestras propias experiencias oscuras”.

Aunque estos grupos de discusión aporten felicidad, también hay algo de frustración, sobre todo en el caso de niños y niñas mayores y con talento. Grandi acompañó a Myshara hasta su casa y después a un centro de aprendizaje. En casa escuchó a su padre hablar sobre su determinación para dar una educación a sus cuatro hijas.

En la escuela, Grandi pudo ver las limitaciones que tienen aquí los programas educativos. La educación formal no está permitida y las escuelas que existen solo pueden ofrecer estudios de primer o segundo grado. Nada indica que se vaya a establecer un sistema de escuelas secundarias o diplomas.

Myshara, de 13 años, es una joven refugiada rohingya de Myanmar que lidera un grupo de niñas que aprenden a hablar de sus preocupaciones dentro de un programa de salud mental en el campamento de refugiados de Kutupalong, en Bangladesh.

Tanto Myshara como Abdul se quejaron discretamente de que las aulas no les enseñan ni les plantean desafíos. Grandi reconoció esta frustración y realizó un llamado en nombre de estos prometedores niños y niñas que se encuentran aquí exiliados.

“Es una auténtica líder”, dijo en relación con Myshara. “Esta niña refugiada es la prueba de que, incluso en las situaciones más desfavorecidas, desalentadoras y difíciles, si se le da una oportunidad a alguien, puede compartir lo que aprendió, prosperar y conseguir grandes cosas”.

Pero las puertas de la educación permanecen cerradas para casi todos ellos. Un oficial de salud mental de ACNUR comentó que el peligro era que estos niños y niñas crecieran y se convirtieran en una “generación perdida”.

La ciudad de refugiados tiene otras preocupaciones poco habituales. Grandi se reunión con personal voluntario rohingya que trabaja para proteger en la medida de lo posible a los residentes de los previsibles efectos devastadores de la próxima temporada de monzones. También existe riesgo de ciclones.

En el campamento 21, 50 personas voluntarias refugiadas van puerta a puerta por parejas (un hombre y una mujer), para alertar a los residentes que viven en refugios en laderas. La pareja formada por Abdullah y Samuda trabaja en un sector en el que 20 casas provisionales fueron arrastradas ladera abajo y destruidas el año pasado. El trabajo de los voluntarios resulta frustrante. La gente volvió a construir en el mismo lugar y se niega a marcharse.

“Casi nadie está de acuerdo”, dice Samuda. “Solo se mueven cuando les golpea el lodo”.

De manera muy oportuna, Rehena Begum, joven madre refugiada con dos hijos que ocupa un alojamiento en peligro, les habló de las riadas que arrastraron su hogar colina abajo: “me resultó muy triste cuando lo vi, pero no me quiero ir a otro lado”.

Voluntarios y voluntarias rohingyas trabajan para proteger a los residentes ante la próxima temporada de monzones y frente al riesgo de ciclones.

El trabajo rinde más frutos en el valle. Equipos de refugiados rohingyas levantan paredes de ladrillo y cemento en los canales que deberán conducir las escorrentías del diluvio lejos del campamento. Los hombres reciben un pequeño jornal por el trabajo.

De los nueve coordinadores, una es mujer: Gulbahar, responsable de 40 trabajadores. Nos cuenta que normalmente tiene a 20 personas trabajando cada día bajo su supervisión.

Gulbahar contempla la próxima temporada de monzones con sentimientos encontrados. Hay un cierto peligro, pero “disfruto haciendo este trabajo y, después de todo, es una fuente de ingresos para mi familia”.

En la superficie, esta inmensa ciudad de refugiados está organizada y preparada para emergencias futuras. Pero se trata de una ciudad en un peculiar limbo: la mayoría de sus residentes no puede trabajar y la mayoría de sus niños y niñas no puede estudiar. Y depende de la generosidad de donantes y de la laboriosidad de los refugiados para funcionar.

La apariencia de estabilidad genera sus propios problemas, explica Grandi.

“No debemos olvidar a los refugiados rohingyas. Sabemos que aparecen otras crisis y el mundo se puede olvidar. A todos nos interesa darles la oportunidad de aprender y dar forma al futuro de su comunidad”.

Para ello son necesarias inversiones internacionales en la población refugiada y en las comunidades colindantes que los acogieron.