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A una década del inicio del conflicto en Siria, las personas refugiadas de ese país enfrentan una 'guerra silenciosa' para poder sobrevivir

Historias

A una década del inicio del conflicto en Siria, las personas refugiadas de ese país enfrentan una 'guerra silenciosa' para poder sobrevivir

La crisis en Siria está a punto de cumplir una década desde su inicio, y millones de personas refugiadas enfrentan dificultades nunca antes vistas debido al aumento de la pobreza, la falta de oportunidades y el impacto de la COVID-19.
12 Marzo 2021 Disponible también en:
Hala Alhleil, refugiada siria de 35 años, en su hogar en Líbano junto a Yasmin, su hija más pequeña.

Por el olor a moho que mancha las paredes y los muebles, el aire se siente pesado en la pequeña habitación llena de humedad donde duerme una familia de seis personas. Hala, refugiada siria de 35 años, narra el torbellino que ha sacudido sus vidas desde que llegaron a Líbano hace diez años, tras huir del conflicto en su país de origen.


“Nuestro objetivo principal era escapar de la guerra con vida”, dijo Hala mientras narraba cómo su familia y ella abandonaron Hama, su ciudad de origen, en 2011. “[En Líbano] había un poco más de calma [...]. Nuestros hijos todavía iban a la escuela, estaban aprendiendo, tenían un futuro prometedor, y nos llenarían de orgullo a su padre y a mí”.

Sin embargo, conforme la crisis en Siria fue ganando terreno año con año, sus recursos empezaron a escasear y las deudas se fueron acumulando. Los tres hijos mayores de Hala tuvieron que abandonar la escuela; y Amer, su hijo mayor (de 16 años), empezó a trabajar para contribuir a los pocos ingresos que su esposo recibía por sus labores diarias.

La situación de Hala se ha convertido en la norma para muchas familias atrapadas en la crisis de refugiados más grande del mundo.

Empieza otra década, el conflicto en Siria continúa, y en lugar de que las cosas mejoren, el día a día de 5,6 millones de personas refugiadas que viven en países vecinos en la región se torna cada vez más difícil.

La pobreza y la inseguridad alimentaria van en aumento; las inscripciones en las escuelas y el acceso a la atención médica están flaqueando; y la pandemia de COVID-19 ha desaparecido gran parte del trabajo informal del que dependen las personas refugiadas.

“Una cosa tras otra: todo lo que había logrado [...] en los últimos seis o siete años se esfumó; no queda nada”, comentó Yasser, el esposo de Hala. “La situación es sumamente difícil [...]. Nos invadió por dentro: mis hijos se deprimieron”.

“Tengo dieciséis años. A esta edad debería estar disfrutando los mejores años de mi adolescencia”, añadió Amer, su hijo. “Abandonar la escuela me hizo sentir que nadie me quería en esta vida. Trabajaba doce horas al día, de pie, en lugar de estar en la escuela estudiando”.

A raíz de la crisis financiera en Líbano, la moneda va en picada, mientras el costo de los insumos diarios aumenta estrepitosamente. Debido a esta situación y al devastador impacto que la pandemia de COVID-19 ha tenido en la economía, el número de personas refugiadas de origen sirio que vive por debajo de los índices de pobreza extrema en el país llegó casi a 90% a finales de 2020.

“Es como si estuviéramos en medio de una guerra todos los días”.

Tanto Amer como su padre perdieron su empleo durante la pandemia; en consecuencia, la familia apenas puede llevar comida a la mesa, y temen tener que desalojar el húmedo departamento, que le ha provocado asma a dos de los niños.

La salud mental de la familia también se ha visto afectada por la situación: hay días en que Hala no puede salir de la cama, y tanto ella como su hijo Amer han tenido pensamientos suicidas.

Esto forma parte del creciente número de problemas de salud mental que han desarrollado las personas refugiadas de origen sirio a raíz del desplazamiento prolongado, la pandemia y la decadente situación económica. A finales de 2020, un centro de atención en Líbano que dirige ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, reportó que aumentó el número de llamadas de personas refugiadas que estaban considerando suicidarse o hacerse daño.

Yasser resumió la situación diciendo que, a pesar de haber escapado del conflicto en Siria: “Es como si estuviéramos en medio de una guerra todos los días. Es una guerra interna, que no hace ruido”.

El panorama es similar para otras personas en la región que han huido del conflicto en Siria en la última década. Originario de Homs, Ahmad, de 45 años, abandonó el país a finales de 2011 y se trasladó a Libia, donde esperaba que el hecho de que el número de personas refugiadas de Siria fuera menor le permitiría encontrar trabajo como albañil.

“Las cosas no estaban tan mal cuando llegamos, pero todo ha cambiado. Presenciamos la guerra en Siria; luego, nos enfrentamos al conflicto bélico también en Libia”, indicó Ahmad al hacer referencia al alza en la violencia y la inestabilidad que se desató en 2014, después de la primera guerra civil en el país en 2011.

“El 2020 fue el año más difícil para mí: no solo porque la guerra aún no terminaba, sino porque empezó la pandemia de coronavirus”, dijo Ahmad, quien vive en Trípoli con su esposa y sus cinco hijos. “Mi mayor preocupación es generar ingresos. Apenas hace un par de años era muy sencillo encontrar trabajo, había mucha oferta, y todos los días encontraba uno. Ya no es el caso.”

La precaria situación en la que se encuentran en Libia ha llevado a Ahmad a considerar que su familia se desplace de nuevo, pero ni él ni su esposa, Ghadir, contemplarían volver a Siria en este momento.

La prolongada crisis ha trastocado desproporcionadamente a los grupos en situación de vulnerabilidad como la infancia, que constituye casi la mitad de las personas refugiadas de origen sirio; las personas de mayor edad; las personas con discapacidad; y las madres y mujeres solteras.

Asma*, de 40 años, es originaria de Al Raqa, Siria, pero en 2015 huyó con sus tres hijos a Izmir, al oeste de Turquía, donde se ha dado acogida a 3,6 millones de refugiados sirios, el mayor número en todo el mundo.

“Salí de Siria porque perdí a mi esposo durante la guerra: murió en un bombardeo”, explicó Asma. Cuando llegué a Turquía, pedí dinero prestado y empecé a trabajar. Algunas personas me ayudaron poco después de haber llegado. Empecé a recibir apoyo financiero. Mis hijos empezaron a ir a la escuela. Nos sentíamos más seguros”.

Sin embargo, después de haber logrado sostener a su familia durante un par de años, y a pesar de haber encontrado protección, la salud de Asma se ha ido deteriorando y, al no tener acceso a atención médica debido a las barreras lingüísticas, no puede seguir trabajando en una fábrica de ropa; en consecuencia, no le es posible sufragar todos sus gastos. Solo Ahmed, su hijo de 13 años, sigue yendo a la escuela.

“Mi mayor dificultad ahora es pagar la renta y las cuentas,” señaló.  “Por fortuna, hay personas alrededor que nos ayudan con los alimentos, pero el costo de la renta y las cuentas es muy alto, y debemos pagar la electricidad, el agua y el Internet; sobre todo por mi hijo Ahmed: está tomando clases en línea, así que necesitamos el Internet”.

Para mitigar el impacto económico de la COVID-19 y para detener el declive de los niveles de vida es necesario que la comunidad internacional brinde apoyo financiero a largo plazo. El año pasado se recibió apenas la mitad de los fondos que solicitaron las organizaciones de asistencia para satisfacer las necesidades tanto de las personas refugiadas de Siria como de las comunidades de acogida, lo cual constituyó el nivel más bajo desde 2015.

Parece que la crisis no terminará pronto; de manera que, ante el limitado apoyo de la comunidad internacional, aunado al deterioro de la situación económica de millones de personas refugiadas y personas en situación de vulnerabilidad en las comunidades de acogida, existe el riesgo de que se desmoronen los avances que se habían logrado y de que disminuya el acceso a la educación y a los medios de vida, lo cual amaga el futuro de una generación entera. Muchas personas piensan que ya es demasiado tarde.

Khalil, de 18 años, se instaló en Amán, la capital de Jordania, junto con su familia, con quien se trasladó desde la zona rural de Alepo en 2013. Al principio, el joven brillante y parlanchín pudo continuar con su educación en la escuela local. Sin embargo, poco después de haber cumplido trece años tuvo que abandonar sus estudios y empezar a trabajar para contribuir al sustento de su familia.

“Hay jóvenes que deben renunciar a sus sueños”.

“Quería ser médico cuando estaba en Siria, pero todo cambió después de convertirme en refugiado”, dijo Khalil. “Hay jóvenes que deben renunciar a sus sueños”.

Khalil trabaja como mecánico seis días a la semana y gana siete dinares jordanos (10 USD) por día sin importar cuán larga sea su jornada. “Es agotador”, reclama Khalil.

A pesar de haber escapado del conflicto en su país, al igual que millones de personas refugiadas de origen sirio, Khalil ve cómo se desvanecen sus oportunidades. Al considerar que están por cumplirse diez años desde que empezó la crisis, Khalil contempla el futuro con cierta resignación.

“Bueno, la vida sigue”, apunta. “Ese es mi destino; tengo que aceptarlo y vivir con él”.

*Se cambió este nombre por motivos de protección.

Reporte de Dalal Harb en Beirut; Caroline Gluck en Trípoli; Cansin Argun en Ankara; y Nida Yassin en Amán. Escrito por Charlie Dunmore.