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Una científica siria en el exilio

Historias

Una científica siria en el exilio

Darie Alikaj huyó de las bombas de barril y del fuego de mortero en Siria, dejando atrás su trabajo como microbióloga. Ahora, se ha convertido en el reflejo de la supervivencia de los refugiados en Turquía.
13 May 2016
La refugiada siria, Darie, con su hija, Mayas, en el vecindario de Esenler en Estambul, donde viven hoy.

A los 40 años, es capaz de enfrentarse a la mayoría de las cosas. Aguantó años de bombardeos que destruyeron su hogar en Alepo (Siria). Ir al trabajo significaba atravesar a la carrera un puesto militar en el que los francotiradores se cobraban nuevas víctimas cada día. Se adaptó a los peligros de vivir y trabajar en barrios colindantes controlados por bandos distintos, y que libraban una prolongada batalla conocida como "el Stalingrado de Siria". Huyó de las bombas de barril y del fuego de mortero en Siria, dejando atrás su trabajo como microbióloga. Ahora, se ha convertido en el reflejo de la supervivencia de los refugiados en Turquía.


Debido a su cargo de directora del departamento de microbiología en la Universidad de Alepo, no quería abandonar Siria. Se iba desplazando al tiempo que lo hacía la guerra, cambiando de zona cada vez que las bombas de barril y el fuego de mortero avanzaban. Se quedó en Alepo hasta que el mero hecho de mantenerse con vida se hizo insostenible. Finalmente, en julio de 2015, cruzó a Turquía. Fue entonces cuando ella y su familia se convirtieron en refugiados.

"Dejé Siria por el bien de mi hija", dice, sentada en su apartamento en Estambul mientras mira como su hija de 9 años, Mayas, traza en un mapa la ruta que tomaron para alcanzar la seguridad. "Quiero que tenga una niñez. Le cambié de una escuela a otra, hasta que ya no hubo más escuelas".

Darie, Mayas, su esposo Salahaddin Kakeeh, sus dos hermanas y sus ancianos padres se sumaron así a los 2,7 millones de refugiados sirios que viven en Turquía, el país que alberga a más refugiados en todo el mundo. Los refugiados sirios cuentan aquí con un estatuto de protección temporal, una vez que se registran con las autoridades turcas. Esto les permite beneficiarse de asistencia, atención médica, acceso a la educación y también al mercado laboral, medida adoptada en enero.é Siria por el bien de mi hija", dice, sentada en su apartamento en Estambul mientras mira como su hija de 9 años, Mayas, traza en un mapa la ruta que tomaron para alcanzar la seguridad. "Quiero que tenga una niñez. Le cambié de una escuela a otra, hasta que ya no hubo más escuelas".

Más de un millón de sirios viven cerca de la frontera con su país, pero sólo 270.000 lo hacen en campamentos gestionados por el Gobierno turco. Los demás viven dispersos por todo Turquía (casi 400.000 en Estambul).

"Dejé Siria por el bien de mi hija."

Darie vive en Esenler, un barrio de la capital turca. La ciudad dispone de más de 10 centros educativos temporales para refugiados sirios, en los que se imparten clases en árabe, así como de numerosos restaurantes, confiterías y cafés sirios. Mayas cursa cuarto grado en una escuela siria donde estudian más de 1.000 alumnos.

Darie es pragmática y tiene gran capacidad de organización. Su familia—como muchas otras llegadas de Siria—depende de la red de parientes dispersa por varios países. En 2012, al principio de la guerra, transfirió todos los ahorros de su familia desde su cuenta bancaria en Alepo a la cuenta de su hermano, Mustafa Alikaj, que vive y trabaja en Suecia desde hace 15 años.

Mustafa, conductor, es el pilar de la familia. Él es quien paga el alquiler de 1.300 liras turcas al mes (395€) del apartamento en Estambul y apoya a otros dos hermanos que se trasladaron a Suecia hace tres años.

Para quienes huyen de sus países, convertirse en refugiado significa adoptar una identidad añadida, transformarse en alguien que flota en medio de la confusión de varios mundos. Darie protege a Mayas incluso de la palabra "refugiado".

"No quiero que piense en esa palabra", cuenta Darie. "Trato de mantener ocupada su cabeza con otras cosas. Sabe que huimos por la guerra. Le digo que viviremos en un lugar donde estaremos seguros".

La sonrisa de Darie destaca. Emana positividad cuando se mueve por el apartamento para persuadir a sus amigos de que coman un poco de verbat, un hojaldre hecho relleno de queso y pistacho que acaba de comprar en una pastelería siria. Pero a la sola mención de su esposo, Salahaddin, las lágrimas anegan sus mejillas. El 15 de septiembre de 2015, Salahaddin se unió a los cientos de miles de refugiados que trataban de cruzar a Grecia desde Turquía, para entrar a Europa.

En poco más de una semana, ya estaba en Alemania, donde el Gobierno lo reubicó en Trier, un pueblo cerca de la frontera con Luxemburgo. "Los alemanes le dieron un permiso de un año, pero no incluía el derecho a reunificación familiar", dijo Darie, secando sus lágrimas. Hablan cada día, sobre todo por Internet.

Las tres hermanas Alikaj reflejan la supervivencia cotidiana de los refugiados. Darie enseña biología en una escuela y aprende turco en una oficina de apoyo a los refugiados sirios, financiada por ACNUR y gestionada por uno de sus socios. Esta oficina presta apoyo a cerca de 35.000 refugiados llegados a Estambul.

"Echo de menos el dedicarme a la investigación. Quiero enseñar en una universidad."

Iman, de 36 años, trabaja 12 horas cada día, seis días a la semana, doblando y clasificando ropa en una fábrica. Gana cerca de 265 € cada mes. La hermana más joven, Dania, de 23 años, estudia Farmacia en la Universidad de Estambul, y ha recibido una beca para estudiar turco, en el marco de un programa financiado por ACNUR e implementada con la Presidencia para los Turcos en el Extranjero y las Comunidades Relacionadas (YTB). Quiere quedarse en Turquía y terminar sus estudios.

En el apartamento de los Alikaj, la televisión siempre está sintonizada en un canal sirio de noticias. El padre de Darie, Mahmud, de 74 años, está sentado llorando mientras ve las imágenes de explosiones en Alepo. Darie sonríe cuando ve que su hija está dibujando la cara de una mujer sonriendo: la esperanza y el dolor se mezclan.

"Me encanta estar aquí", confiesa Darie. "Tengo amigos aquí. Pero esto no es algo permanente. Mi marido no está aquí. Echo de menos el dedicarme a la investigación. Quiero enseñar en una universidad".